domingo, 8 de julio de 2007

El Hijo de Dios se hizo embrión

Autor: Padre José Ignacio Munilla Aguirre

El misterio del Dios hecho hombre y, al mismo tiempo, la crisis bioética en la que estamos inmersos, nos da pie para meditar en lo que podríamos considerar como una de las consecuencias últimas de la encarnación: la fase embrionaria de la Encarnación. ¡Dios se hizo embrión! El Hijo de Dios, por amor a nosotros ¡se hizo embrión humano! Como le decimos en el Te Deum: “Tú, para liberar al hombre, aceptaste la condición humana, sin desdeñar el seno de la Virgen”.
Es cierto que el Mesías fue esperado por un “resto de Israel”, pero al margen de esta minoría, el primer drama que conllevaba la misterio de la Encarnación del Verbo era el hecho de que Dios no fuese deseado por un pueblo del que cabría pensar que hubiese estado expectante a su llegada. Esta es la primera similitud dramática de la Encarnación con el destino de tantísimos seres humanos que ingresan en la vida humana por la puerta falsa, bajo la terrible etiqueta de “no deseados”. El que hayamos asumido en nuestro lenguaje expresiones como "hijo deseado" o "no deseado", delata una mentalidad en la que la vida de un ser humano, de una persona, es valorada como un objeto de nuestro deseo, olvidando que se trata de un don que trasciende nuestra voluntad. Pensémoslo bien: el máximo signo de la debilidad del embrión humano y, correlativamente, el supremo grado del abajamiento de Dios, -aceptado libremente por El- es el estar supeditado al deseo humano. (“No me viene bien”, “no entra en mis planes”, “ahora queremos disfrutar de la vida”, “quizá más adelante”... )

Prueba de ello es la forma caprichosa con la que se ha llegado a “fabricar”, “destruir” o “congelar” el embrión, según conveniencia, y en concordancia con nuestro capricho. Experiencias todas ellas ante las que Dios nuestro Señor no ha permanecido ajeno en el abajamiento de su Encarnación, ya que de la misma forma que padeció los planes deicidas de Herodes, también ha sido víctima de nuestras pretensiones de “fabricar” un dios a nuestra medida, o de mantenerlo “congelado” y arrinconado, para que no nos estorbe cuando estamos a otra cosa.

La última modalidad de la manipulación embrionaria, consiste en sacrificar los “embriones sobrantes” para generar células madre de las que podamos extraer beneficios terapéuticos. Un auténtico salto copernicano por el que el hombre deja de ser un fin en sí mismo, para convertirse en un medio. ¡Ni más ni menos, pasa de ser “pacientes” a convertirse en “medicamento” para otros!

Y este sacrificio humano, aunque sea en su estadio embrionario, con la finalidad de generar unas células madre reparadoras de nuestras enfermedades; comparándolo al sacrificio del que fue objeto el Verbo encarnado, para beneficio de la humanidad, es lo más similar que hemos conocido en el mundo de la biología: sacrificar una vida humana a favor de otras. Pero no olvidemos, que el sacrificio del Santo de Dios fue un crimen, el mayor de los crímenes cometidos por la humanidad, por mucho que de él se desprendiese nuestra redención y salvación.

¡El Hijo de Dios se hizo embrión! Y dado que la fase embrionaria es la etapa del desarrollo humano en la que más sujetos estamos a posibles agresiones y peligros, ¡qué importancia tan grande adquiere la figura de la Virgen Madre!

Ella nos descubre que no somos árbitros de la vida, sino depositarios y receptores de un don que precede y supera todo deseo humano: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto”.

Por el estilo y el talante con el que María acoge, cuida y venera el fruto de sus entrañas, se puede llegar a intuir la dignidad del embrión que lleva en su seno. María es el icono perfecto del misterio que esconde. Por el contrario, la forma tan trivial, caprichosa e intrascendente en la que con frecuencia se accede a una maternidad a la carta, no manifiesta, sino que oculta, la inmensa “dignidad de la madre” y la inmensa “dignidad del hijo”.

¡El Hijo de Dios se hizo embrión! Y este misterio es una ocasión inmejorable para entender las palabras de la primera encíclica Redemptor Hominis: “Jesucristo revela al hombre su propia dignidad”. Mirando a la Virgen, que lleva a Jesús en su seno, vemos que allí donde hubiera podido cometerse un homicidio, se hubiera perpetrado un deicidio.


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